Chocolate.
Sin decir una palabra, sin consultarlo con nadie, vendió su carro, su apartamento, cerró su oficina y canceló su celular. Al parecer había desaparecido, era imposible de ubicar, nadie sabía donde estaba, si estaba vivo o muerto, loco o cuerdo. Tal vez estaba loco, tal vez estaba extremadamente cuerdo.
Compró una gigantesca casa en la Candelaria, una de esas casas con puerta de madera, patio central, árbol centenario, chimenea y eterna sensación de estar en otra época. Acondicionó un cuarto como bibloteca, estantes de madera donde dormían sus libros favoritos, los que no le gustaban, los que había leído, los que iba a leer, todos; una poltrona vieja y cómoda, una lámpara para cuando se acababa la luz del día.
Fue allí donde pasó su último año de vida, no le quedaba más tiempo dijo el doctor, ya no había nada que hacer, claro que sí respondió él, por fin tendré el tiempo para cumplir mi sueño.
Leer y escribir en la calma de una solitaria casa en un viejo barrio. Los viernes en la tarde abría su biblioteca a los niños del barrio, ya nunca sería padre, así que sería uno de mentiras, uno que atendía de dos a cinco de la tarde. Uno que leía cuentos a los niños que aun no sabían leer (los cuentos de Andersen siempre me han gustado, decía a los más pequeños), uno que recomendaba libros a los que ya sabían (sabes quien te caerá muy bien? Tom Sawyer, léelo) uno que discutía con los más grandecitos (lee a Andrés Caicedo y después me dices quien tenía razón)...
A las cinco en punto se acababa la lectura, en ese momento servía una taza de chocolate caliente con pan, el pan lo donaba la panaderia de la cuadra vecina, el chocolate lo hacía él siguiendo la receta de su abuela.
Esa tarde no hubo chocolate, se había quedado dormido desde las cuatro, últimamente dormía mucho, en mis sueños el dolor no me alcanza decía a los niños. Nunca más hubo chocolate. Nunca más lo alcanzó el dolor. Nunca más despertó.
PS: Soy Tuyo. Andrés Calamaro.
Compró una gigantesca casa en la Candelaria, una de esas casas con puerta de madera, patio central, árbol centenario, chimenea y eterna sensación de estar en otra época. Acondicionó un cuarto como bibloteca, estantes de madera donde dormían sus libros favoritos, los que no le gustaban, los que había leído, los que iba a leer, todos; una poltrona vieja y cómoda, una lámpara para cuando se acababa la luz del día.
Fue allí donde pasó su último año de vida, no le quedaba más tiempo dijo el doctor, ya no había nada que hacer, claro que sí respondió él, por fin tendré el tiempo para cumplir mi sueño.
Leer y escribir en la calma de una solitaria casa en un viejo barrio. Los viernes en la tarde abría su biblioteca a los niños del barrio, ya nunca sería padre, así que sería uno de mentiras, uno que atendía de dos a cinco de la tarde. Uno que leía cuentos a los niños que aun no sabían leer (los cuentos de Andersen siempre me han gustado, decía a los más pequeños), uno que recomendaba libros a los que ya sabían (sabes quien te caerá muy bien? Tom Sawyer, léelo) uno que discutía con los más grandecitos (lee a Andrés Caicedo y después me dices quien tenía razón)...
A las cinco en punto se acababa la lectura, en ese momento servía una taza de chocolate caliente con pan, el pan lo donaba la panaderia de la cuadra vecina, el chocolate lo hacía él siguiendo la receta de su abuela.
Esa tarde no hubo chocolate, se había quedado dormido desde las cuatro, últimamente dormía mucho, en mis sueños el dolor no me alcanza decía a los niños. Nunca más hubo chocolate. Nunca más lo alcanzó el dolor. Nunca más despertó.
PS: Soy Tuyo. Andrés Calamaro.